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Lecturas para la Vida: La flor que mal nació y la verdadera popularidad

quevedo-portada
Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

Cada cierto tiempo, mi padre solía contarnos la siguiente anécdota protagonizada por mi abuelo. Decía que al visitar un panteón con motivo de un sepelio, Don Carlitos, que así llamaba mi padre al suyo, encontró una calavera y que de una de sus cuencas ya vacías, nacía una flor, motivo que, en el acto, le inspiró a crear los siguientes versos: “Pobre flor que mal naciste/ que al primer paso que diste/ te encontraste con la muerte/ el dejarte es cosa triste/ y el arrancarte… ¡es darte la muerte!”

Los versos, como era de esperarse, fueron muy celebrados por los amigos de mi abuelo.

En casa jamás dudamos de la veracidad de la pintoresca historia, sin embargo, hace poco me hice de un volumen que reúne la obra satírica y festiva de Francisco de Quevedo y en una página titulada “La calavera de la casa de campo”, vi con gran sorpresa la anécdota que mi padre atribuía a mi abuelo. En esta ocasión, los protagonistas de la historia son Francisco de Quevedo y El Rey Felipe VI, quienes, en una visita a una casa de campo, dan con la dichosa flor naciendo de la trágica cuenca. Según el libro, el maestro español expresó las siguientes coplas:

¡Pobre flor! ¡Qué mal naciste! 
¡y qué fatal fue tu suerte!
que al primer paso que diste 
te encontraste con la muerte.

El dejarte es cosa triste, 
el cortarte, cosa fuerte 
el dejarte con la vida 
es dejarte con la muerte.

¿Cómo llegan los versos atribuidos a Quevedo hasta los labios de mi abuelo, un rudo habitante del campo veracruzano que con trabajos había adquirido los rudimentos de la lectoescritura? 
Como sucede en otros casos, esta creación se ha integrado orgánicamente a la imaginería del vulgo prescindiendo de la firma del autor, pero ganando a cambio la verdadera popularidad; es decir, aquella que reside en el pueblo y se comunica entre quienes lo conforman.

Ha sido así como el eco de Quevedo resuena “espontáneamente” en una comunidad veracruzana cientos de años y miles de kilómetros después; como lo hace en otras plazas, el famosísimo Poema al pedo, del mismo autor.

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