Por Antía Alfonso
No sería exagerado afirmar que muchas (quizás la mayoría) de las películas sobre adolescentes son predecibles y hasta cierto punto huecas. Tal carencia de sentido puede atribuirse a varias circunstancias, entre ellas a las nulas intenciones de las casas productoras de innovar en sus historias cuando hay fórmulas genéricas que han funcionado, al menos a nivel de taquilla, por décadas. Esto deviene en una repetición de clichés y estereotipos que estigmatizan cada vez más al cine de este tipo.
"Lady Bird" es una excepción a la regla. En este filme no hay chicas que se vuelven guapas al quitarse los lentes ni abejas reinas rubias. Es justamente en la complejidad de sus personajes que radica la genialidad de una cinta aparentemente sencilla, sin más pretensiones que la autenticidad. Christine McPherson es una adolescente, con toda la singularidad que ello conlleva, que estudia en una escuela que odia, en el pueblo natal que también dice odiar. Sin embargo, el peso dramático de la historia recae en el conflicto constante que sostiene con su madre, una mujer más bien conservadora que no sabe cómo cuidar de una joven que parece propensa a autodestruirse, una hija que la contradice a cada instante y renuncia a su nombre para inventarse otro.
La directora Greta Gerwig crea un personaje, parcialmente basado en sí misma, que combina el exceso de confianza con la inseguridad, el idealismo con la hipocresía, la rebeldía con el conformismo. El universo de la trama gira alrededor de sus inconformidades, pero también de sus ambiciones, aspectos que otras cintas ignoran al presentar personajes planos que, si bien cometen errores, carecen de defectos reales y motivaciones profundas. La mezcla de ganas de comerse al mundo y las emociones tambaleantes propias de la juventud llevan al espectador a sentir ternura por los sueños de Lady Bird, enojo por sus arrebatos, nostalgia y quizás hasta ganas de inventarse un nombre o de liberar un ave enjaulada.
